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Emir
Kusturica
(Fuente: http://www.rosimusic.com) |
Érase
una vez un país
“Cuando Yugoslavia desapareció, me volví
invisible”
-Emir Kusturica.
Por
Evelyn Erlij
Mientras un niño incrusta sus grandes ojos en la mirada
perdida de un pavo, un gato a su lado lo emula y logra que
una paloma lo contemple sin parpadear. Sin oponer resistencia,
se entrega a la profundidad de sus cristales amarillos y sucumbe
de un golpe contra la hierba escarchada. En el preciso momento
en que el felino se arroja en un salto vivaz sobre su hipnotizada
víctima, otro niño más pequeño
lo detiene violentamente al pisarle sin querer la cola. Inexpresivo,
avanza hacia las líneas del tren, a pesar de escucharse
el vaporoso silbato de un carro que se aproxima de frente.
En el cielo vuela una novia que roza con su velo las rojizas
hojas de un árbol, agarrotado por una banda de gitanos
atados a su tronco. La delirante melodía que emiten
sirve de cortejo al mortal que estrangula frustradamente su
cuello con la campana de una iglesia, mientras el pequeño
sonámbulo continúa su camino con ojos cerrados
y pasos firmes contra el tren. La novia desaparece, el muerto
se despierta, el pavo se echa a volar y la máquina
se detiene ante un burro suicida que llora de amor sobre los
rieles.
Sin
inmutarse, un hombre contempla la escena aspirando el humo
de un puro clavado entre los dientes. Su par de ojeras y su
pelo desgreñado lo hacen lucir tan cansado como si
hubiese sido el creador de todo aquello. Existen tantas historias
sobre él, que resulta casi imposible saber quién
realmente es. Se dice que inventa realidades mágicas
con el lente de una cámara, que narra historias como
músico y que compone melodías como cineasta.
Algunos creen que es serbio ortodoxo, otros que es bosnio
musulmán y unos pocos despistados aseguran que es gitano.
Lo tildan de feroz déspota y de tierno bárbaro.
De indomable y de sometido. Palabras extremas y discordantes
hacia quien precisamente se aferra de las contradicciones
del ser humano para narrar historias trágicas, pero
eufóricas; brutales y al mismo tiempo humanas.
La
expresión mustia de su rostro parece reflejar un constante
desencanto con el mundo, pero su imponente voz despliega una
vitalidad y una fuerza capaz de aplastar a cualquiera que
ose oponérsele. Como sus más grandes cintas
– Papá Salió en Viaje de Negocios ,
Tiempo de Gitano s, Underground y Gato
Negro Gato Blanco - es desenfrenado, impredecible y gracioso.
Y tal como sus personajes, irradia una poderosa mezcla de
bravura y vulnerabilidad.
Cada
cierto tiempo se le ve vagando por estos paisajes oníricos,
pero se sabe que es un hombre de ninguna parte. De donde alguna
vez vino, no queda más que la nostalgia de un sueño
multiétnico que despertó entre estruendos de
bombas y ríos de sangre que bañaron las manos
de quienes, buscando libertad, creyeron que única forma
de obtenerla era alzando las armas contra sus hermanos de
tierra.
Con
su apabullante tono grave, lanza un par de frases en una lengua
eslava olvidada, cuyas palabras atesoran un pasado destruido
por la artillería nacionalista. La guerra desintegró
su país, extinguió su idioma y convirtió
el lugar que lo vio nacer en la capital de una entidad política
con la cual no se reconoce. El serbo-croata se diluyó
en serbio, bosnio y croata; Sarajevo es ahora parte de una
nación conocida como Bosnia y Yugoslavia dejó
de existir.
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La
Vida es Un Milagro (2004)
(Fuente: http://www.balkanmedia.com) |
Despojado
de todo aquello que lo dotó de identidad, partió
de su tierra para jamás volver. Belgrado, Nueva York,
París y Normandía serían sólo
los aeropuertos en el curioso vuelo de su vida. Aunque un
profético rayo de luz sobre una colina durante la filmación
de La Vida es Un Milagro (2004) lo inspiró
para construir en ella Küstendorf, su propia aldea perdida
entre las montañas de los Balcanes; su verdadero y
único refugio lo encontraría en la estrambótica
realidad de sus películas. Un lugar donde la gravedad
no limita las ansias de volar, donde la muerte no es más
que un pasaje a la reencarnación, donde lo onírico
se hace real y desvanece el dolor para siempre. Un torrente
de escenas perfectamente imperfectas, saturadas de humor negro
y jarana, de detalles sobrenaturales y animales que reflejan
las dolencias de su entorno mejor que cualquier ser humano.
Un mundo en el que los hombres se reconocen en sus incongruencias
y exudan el sufrimiento en arrebatado jolgorio. Un espacio
en el que constantemente chocan, pero finalmente se reconcilian.
Parajes donde el alcohol, los balazos, el suicidio frustrado,
el ritmo frenético de la música y el desenfreno
parecen ser no sólo una vía de escape, sino
también una forma de ganar renovado coraje. Historias
de vida y muerte que metaforizan la usanza balcánica
de oscilar sin transición entre la más excesiva
brutalidad y la más patética ternura.
No
era primera vez que partía. Su impetuosa propensión
a la revuelta, que lo había hecho frecuentar pandillas
de crímenes menores en los suburbios de Sarajevo, fue
la razón por la sus padres decidieron enviarlo a estudiar
cine a Praga, en una “rehabilitación” que lo llevaría
de vuelta a su ciudad natal para realizar sus dos primeros
grandes proyectos. No obstante, ¿Recuerdas a Dolly
Bell? (1981) y Papá Salió en Viaje
de Negocios (1985) se convirtieron en la causa de un
nuevo y desconcertante problema. En 1982, un León de
Oro en Venecia devoraba su talento de principiante y escupía
una pulida mente brillante que cuatro años más
tarde se adueñaría de una Palma de Oro en Cannes.
A los treinta y dos años ganaba el campeonato mundial
de cine y ya no podría llegar más lejos. El
shock lo hizo someterse a una nueva terapia, esta vez sugerida
por su amigo Nelle Karajlic, el vocalista de la subversiva
banda punk Zabranjeno Pušenje: “Ya que no puedes obtener
nada más con el cine, déjalo y ven a tocar con
nosotros”.
Seis
meses de clases de bajo, un disco grabado y una gira por Yugoslavia
en 1987 bastaron para que se diera cuenta del suicidio al
que se estaba sometiendo. Renacería en Tiempo de
Gitanos (1989), reflejando en ella su devoción
por la libertad de aquellos que yerran desembarazados del
peso que entierra los pies de quienes portan una nacionalidad.
Crecer, vivir y jugar con los gitanos de Sarajevo le enseñó
que no es necesario un papel que materialice en un par de
palabras el origen de quien lo carga, ni tampoco un país
para preservar la identidad.
Nunca
tuvo un sentimiento de pertenencia a su ciudad tan intenso
como el que lo liaba al espíritu híbrido de
su Yugoslavia que, en sólo trescientos metros cuadrados,
podía reunir una iglesia ortodoxa, una iglesia católica,
una sinagoga y una mezquita. Quizás porque él
mismo es una amalgama de orígenes: nacido bosnio musulmán,
su familia fue de aquellas serbias ortodoxas forzadas a convertirse
al islam para sobrevivir los cinco siglos de dominación
otomana. Asido eternamente a la concepción de un país
de tantas civilizaciones, ejércitos y religiones entrelazadas,
entenderá el caos y el desorden no sólo como
un principio intrínseco de su cultura, sino también
como una forma estilística. No resulta curioso que
su enemistad con los esquemas y las clasificaciones hagan
de sus obras una mezcla de humor negro, tragedia y romance
que conspira ardientemente contra las películas de
género de Hollywood, la venenosa productora
en serie de mercancías que aniquila el cine de autor
y que él mismo intentó combatir con Sueños
de Arizona (1993), su primera y última cinta filmada
en tierras estadounidenses.
Si
la barahúnda y la anarquía meticulosamente controladas
de sus sets no se asemeja a la escena que visualiza en su
mente, es capaz de enloquecer a todo su equipo hasta plasmarla
en el lente de una cámara. Pero si una nueva idea se
incrusta en su antojo, no duda ni un segundo en desechar la
docena de noches completas que tomó acomodar en la
realidad su previa intuición. Más cuando su
bravo espíritu autoflagelante lo impulsa a complicar
todo al extremo, peculiaridad reflejada en su afición
por actores de nula experiencia y gitanos que, sin saber leer,
improvisan diálogos a partir de lo que recuerdan de
las grabaciones sonoras de sus walkmans. No obstante, su tendencia
a volverse loco a sí mismo y a todos los que lo rodean
tiene como principal culpable un asesino deseo de que cada
toma sea una original. No extraña que, así como
el espectador de sus películas no pueda sino odiarlas
o amarlas, quienes han trabajado con él tengan la misma
reacción intensa hacia su persona.
Y
es que todo en él funciona con la lógica de
los extremos. En sus contradicciones, en la de sus personajes,
en su visión blanco y negro de la realidad, en su humor,
sus cambios bruscos de ánimo y hasta en su compresión
de la Historia. “Soy eslavo, nací en un límite
extremadamente doloroso entre el Este y el Oeste” , se
excusa. Pero ni siquiera con sus mismos coterráneos
podrá entenderse temperadamente, menos cuando su partida
de Sarajevo a Belgrado y su rechazo a identificarse con la
Bosnia brotada de las cenizas de la incinerada Yugoslavia,
le echaron encima un sinfín de odios y epítetos
virulentos. No le bastaría con noquear al dirigente
de la Nueva Derecha serbia, ni tampoco con retar a duelo al
líder del partido Radical de la izquierda ultra-nacionalista
serbia, quien prefirió rehuir de “ser acusado de
la muerte de un artista” . Sintiendo una deuda con la
Historia de su país, decidió comprimir en tres
horas medio siglo de tragedia balcánica para lanzar
en un grito eufórico y delirante su postura frente
a la guerra.
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Underground
(1995)
(Fuente: http://www.ceskatelevize.cz) |
La
historia de Crni y Marko, dos amigos que no sólo comparten
su devoción por el comunismo de Tito, sino también
por la misma mujer, daría a entender que los conflictos
bélicos en la ex-Yugoslavia desde la II Guerra hasta
su desintegración en los 90's fue un solo proceso con
distintos protagonistas. Sin embargo, Underground
(1995) no hizo más que entreverar aún más
el misterio sobre su (im)postura política, creando
una profunda confusión de aquellas que tanto ama alistar
en sus películas. Por mostrar a Tito como ídolo
de sus personajes, lo acusaron de Serbio nacionalista y títere
de la propaganda del entonces Presidente Slovodan Miloševic
, al mismo tiempo que Moscú lo catalogaba de pro-Bosnio
y una ola de intelectuales franceses se alzaba en su contra
por “convertir en un circo” la tragedia de su tierra
y lo bautizaban “criminal de guerra”, “el más grande
traidor de Bosnia” y “el emir de Serbia”.
Lo que ninguno de ellos advirtió fue que el centro
de su historia era el ser humano, sus sentimientos, sinsentidos
y contradicciones, y que las nacionalidades, la política
y la guerra eran sólo un detalle en la escenificación.
Al parecer, el jurado de Cannes había sido de los pocos
en entender aquello y, mil veces más significativo
que un escándalo de politiquería, le entregó
la segunda Palma de Oro a su creador. Si bien muchos hablaron
de su contenido y erigieron bulliciosa controversia, nadie
se atrevió a atacar lo magistral de su originalidad
o la brillantez estética de su puesta en escena.
Profundamente
enardecido por la polémica, volvería a tomar
la decisión de dejar el cine, esta vez, según
él, para siempre. Las cuatro décadas que tenía
en el cuerpo le pesaban demasiado para retomar la pasión
que le había dado el sentido del espacio y del trabajo
en equipo aplicado en sus películas. El fútbol,
para él, está lejos de ser un lote de descerebrados
corriendo tras un balón, como afirman aquellos “cretinos
intelectuales” que tanto le irritan. Ya imposibilitado
de volver a las sinuosas y empinadas calles de su infancia
o a las canchas del Bosna y del FC Sarajevo, donde jugó
antes de que se convirtieran en cementerios de sus propios
futbolistas, se volcó una vez más a la afición
que le había entregado la lucidez del ritmo violento,
pero armónico de su cine.
Aunque
canalizaría su explosividad y su controlado descontrol
en la guitarra eléctrica de la renovada banda de su
viejo amigo Nelle, la embriagadora mezcla de música
gitana, folklore balcánico, punk, rock y jazz sería
la causante de un nuevo y traicionero deseo de volver al cine,
para narrar Gato Negro Gato Blanco (1998), una colorida
y alborozada fábula absurda sobre el pueblo de su devoción.
Pero esta vez no abandonaría la rebautizada No
Smoking Orchestra y partiría con ellos a esparcir
por el mundo el desenfreno del Unza Unza , un ritmo
tan indefinible y arrebatado como sus propios compositores.
Desde entonces, los escenarios que habían sido en el
pasado una terapia, se convertirían ahora en su demente,
mágico y estrafalario segundo hogar.
Mientras
el hiperkinético Nelle estrangula con sus manos el
micrófono y no puede dejar de saltar, a su lado toca
el violín un Juez de barba, lentes y túnica
que pasa más por psicoanalista austriaco, que por el
paciente con perturbaciones sexuales que parece con la peluca
rubia, las zapatillas con soquetes y el escotado vestido verde
que esconde bajo su vestimenta de recto hombre de ley. Tras
él, un gigante con guitarra al cuello canta, rasguea
y salta, cayéndosele en cada brinco un par de años
del medio siglo que lleva en el cuerpo. Unos mechones más
rebeldes que él mismo intentan cubrirle los ojos, hundidos
por el lente de una cámara y el desgaste de la maestría.
Súbitamente cae en la profundidad de su imaginación
y m ientras dos enamorados celebran una improvisada boda en
un bote sobre el Drina, un lote de gansos persigue una limusina
blanca, de la que desciende un holgazán con pinta de
latin lover aspirando devotamente coca de un crucifijo.
A su lado pasa corriendo una lacrimosa muchacha en dirección
a una casa, donde un par de osos civilizados toma un baño
en la tina y un cerdo devora una chatarra de vehículo
en uno de sus costados. A falta de dos humanos, el oficial
civil toma a un gato negro y uno blanco de testigos de los
novios, mientras en el sótano de la morada la mujer
inmersa en el mar de su llanto ata su pescuezo a una cuerda,
se arroja al vacío y escucha cómo baja el agua
por la cañería del w.c. al que se lió
sin darse cuenta. Un gitano de walkman y lentes dorados se
cruza por la cámara, el director salta, los gansos
se espantan, Nelle chilla, la banda deja de tocar y enloquecido
de ira le vocifera al despistado que se aprenda sus diálogos
a otro lado. Fuera de sí les gruñe a todos que
se vayan a sus casas, porque no usará ni un solo segundo
de los doce días que llevan filmando la escena.
Cuando
el rodaje llega a su fin y todo el equipo parecer querer morir
del cansancio, el hombre vuelve a nacer en una vida sólo
envidiable para quien quiera cometer suicidio. El día
que verdaderamente deje de existir será aquel en que
se agoten los sueños que inundan sus películas,
en que su lucidez intelectual se extinga y ya no tenga más
fuerzas para arremeter contra todo lo que huela a uniformidad,
estrechez de mente, ideología y militancia. El día
en que su fango de contradicciones se deshaga tal como la
Yugoslavia de sus recuerdos. El día en que partirá
de este y de todos sus mundos, para no volver jamás. |