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(Fuente:
Rocío Valdés. CTN) |
Galpón
Brasil
Entre porotos y barnices
“¿El
Galpón Brasil? No, no sé dónde está”.
Probemos con la asociación semántica: ese lugar
donde venden antigüedades. “¡Ah!, las antigüedades…
están al final de la calle, frente al parque”.
Sin embargo, no para todos pasa inadvertido. Uno que otro
turista, vecinos de Santiago y personajes del barrio lo visitan
a menudo, ¿Por qué?
Por Rocío Valdez
2º
año, Taller de crónica y entrevistas.
La historia del lugar es corta y original. Allí se
guardaban los tranvías, cuando todavía esa era
la forma de movilizarse en un Santiago descontaminado. Del
galpón se los sacaba por riel hacia Estación
Central, donde iniciaban sus recorridos diarios. Cuado los
tranvías fueros reemplazados por autos y las famosas
“micros”, el Banco Central vendió el lugar
a pequeños comerciantes interesados. Los vaivenes de
la historia transformaron un insustancial almacén de
tranvías en el más completo anticuario de la
ciudad.
De
todo hay en las calles del Galpón
A mitad de cuadra, entre Mapocho y Balmaceda, enfilando por
Brasil, hacia el norte o hacia el sur -lo mismo da- está
la mejor entrada al Galpón Brasil. Ahí nace
un iluminado pasillo, partido a la mitad por una larga columna
de muebles apilados. Al final, una isla jardín, un
oasis de vida entre tanta madera. Y es que la debilidad del
lugar son los muebles, la madera trabajada. Los demás
objetos allí presentes son sus alhajas.
Los locales de ese pasillo que están a mano derecha
son, unos más otros menos, recargadas escenografías
en venta. Sobre todo el penúltimo, que crea la ilusión
perfecta. Una iluminación teatral abraza al visitante,
acompañada por lúgubre música clásica.
Los muebles están dispuestos como si se tratara de
una habitación secreta de algún castillo olvidado:
sillones franceses emparejados con mesas rústicas y
francesas, finas copas de cristal, flores secas, fanales,
santos. La atmósfera es sobrecogedora y seductora a
la vez.
Aunque la cantidad de objetos es abrumadora para el comprador
no acostumbrado, en el desorden del Galpón todo tiene
su lógica. “Esta sale nueva siendo antigua”,
dice un vendedor mientras acaricia una pequeña mesa:
“sí, enchapada en roble, por supuesto”,
tratando de vender y despidiéndose en un mismo acto.
Tomando la rosa de los vientos como guía, la mecánica
del lugar puede entenderse sin mayor complicación.
Del lado oeste están las entradas y salidas a la calle
Brasil; en la pared norte hay unos arcos por donde salen los
muebles vendidos para cargarlos en autos y camiones; el costado
este es el más desordenado, ahí se apilan miles
de sillas y otros muebles por reparar; al sur están
las peculiares tiendas ya descritas. Y en el centro de todo
están las “calles”, los pasillos donde
se da la combinación exquisita, la receta magistral:
muebles increíbles, lámparas lloronas, objetos
curiosos, público, vendedores, conversaciones, música,
humo, almuerzos. El guiso cultural.
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(Fuente:
Rocío Valdés. CTN) |
Habitantes
e intrusos
Un martes a la hora de almuerzo, mientras el sol abrasa la
piel en la calle, en el Galpón se siente un frío
que recuerda mucho a los museos. Sin embargo, aunque se lo
puede visitar como si fuera una gran exposición sobre
el pasado, la sensación reinante es la de estar en
un gran hogar. Pero en uno muy particular, donde los vendedores
comen porotos en mesas de comedor largas y lujosas, donde
un hombre duerme tranquilo la siesta despatarrado en un sillón
victoriano. Los locales están abandonados por sus dueños,
que andan reunidos conversando en los rincones, indiferentes
a los poquísimos visitantes que merodean por el lugar
con la timidez de los que se sienten intrusos. Pero el Galpón
Brasil de los días comunes también tiene su
alter ego.
Los domingos son jornadas de feria. Quién sabe de dónde
viene la tradición, pero el séptimo día
el Galpón no descansa. Ahora los relajados habitantes
del galpón se ponen en marcha para atender a los muchos
concurrentes que invaden el lugar preguntando, corriendo de
aquí para allá, apretando, olfateando, rascando
e inspeccionándolo todo. Ahora ellos son los protagonistas,
y mientras disfrutan de su paseo, los vendedores juegan el
precioso rol de guiarlos.
Latidos
en las paredes
“Hace
tiempo que no venían, como un año”, se
le escucha decir a un vendedor entre sonrisas y cordiales
apretones de mano. No es raro que un visitante recuerde a
quien con tanta dedicación le contó la historia
de un artefacto extraño, o las propiedades de cierta
madera exótica, y el vendedor le devuelve la cortesía
guardando el recuerdo de su cliente. Un joven artesano del
Galpón, creador de muebles y alguna obra de arte, interrumpe
su elevado guitarreo y saluda a unos clientes conocidos, y
comenta que le ha ido bien, “para qué le voy
a mentir”.
Aunque no queda mucha gente viviendo en la zona, y mientras
la autopista le da la espalda, algunos vecinos se han convertido
en personajes típicos del Galpón. Ellos, al
igual que quienes trabajan ahí, lo visitan a diario
y se sienten como en casa. Una mujer muy mayor recorre con
sorprendente rapidez el recinto y las calles aledañas.
De repente se le cae la bolsa que lleva apretada bajo el brazo
y sale disparado un recipiente plástico. Digna y sin
aceptar una ayuda, dobla su jorobada espalda y lo recoge desesperada,
como quien teme perder algo muy valioso.
Un señor vestido con riguroso traje de chaqueta -pero
sucio y sin hogar- circunda el Galpón, pues no lo dejan
pasar. Al verlo se nota que tiene como hábito tomar
hasta el tambaleo, y así se muestra ante el público
asistente.
Todos los que están allí son parte de la escena,
gente que no se puede olvidar. El Galpón Brasil y ellos
dan la oportunidad de reunión, de que se choquen las
personas en una ciudad que tiene los espacios de interacción
demasiado olvidados. Vale mucho la pena ser parte del encuentro
espontáneo y relajado que se da entre sus muros, quizá
porque éstos entregan la sombra necesaria para que
todos se den la mano tranquilos, sin mirar sobre sus espaldas. |