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EL NINJA Y EL SAMURAI

Como los conceptos del yin y el yang, las figuras del ninja y el samurai representan dos perfectos opuestos, a veces en conflicto, otras veces coincidentes.

El ninja era el guerrero de las sombras, de la noche, furtivo, maestro del engaño. Hacía del silencio una de sus herramientas más eficaces para lograr sus objetivos. El disimulo era una norma esencial en la ejecución de su arte, lo que se reflejaba en su uniforme de combate oscuro y en la capucha con la cual generalmente cubría su rostro.

El samurai se erigió en el Japón antiguo como la antítesis del ninja, idea que se ha traspasado por el cine hasta nuestros días.

El samurai, en tanto, era el señor de la guerra, un sujeto formado para encabezarla y dirigir. A diferencia del ninja, el samurai juraba obediencia a una autoridad superior, emperador o señor feudal. La derrota significaba una mácula imborrable, sobrellevable sólo con el suicidio. Su forma de vida era jerárquica, escalonada; su sociedad sumamente verticalista. La del ninja, en cambio, era eminentemente horizontal: de ahí el anonimato que buscaba muchas veces generar la máscara. El samurai estaba vinculado con la autoridad, con el poder; el ninja era inaprehensible y autónomo. El samurai ocupaba una armadura vistosa e imponente. Sus adornos magnificaban su presencia y su voz tronaba en el campo de batalla. Todo lo contrario del ninja, que intenta siempre guardar silencio y cuyo estilo de combate busca la mayor discreción posible.

Muchos autores destacan la fuerte oposición existente entre las figuras del ninja y el samurai. Incluso se ha sostenido la persistencia del ninja como antagonista al poder abusivo que los samurai del Japón antiguo ostentaban. Al encontrarse éstos estrechamente vinculados a señores feudales y emperadores de turno, gozaban de privilegios a los que el resto de la población no podía acceder. Uno de éstos era el derecho a portar armas. Para el samurai, su espada refleja su alma. Aún existen en Japón familias tradicionales que veneran una espada como un símbolo de sus antepasados. Las armas de los samurai eran verdaderas joyas. Su trabajo era realizado por apetecidos expertos que las forjaban y trabajaban hasta la casi perfección. Para el samurai, su espada era un objeto para exhibir, para demostrar su autoridad.

La institución del samurai goza de un gran prestigio en Occidente, pero en el mismo Japón es seriamente cuestionada por sus históricos abusos.

Luego de un período de desarme que siguió a una larga guerra civil, los samurai lograron gracias a su influencia conservar el derecho exclusivo al porte de armas. Ello, sumado al poder que poseían, los llevó a una etapa de abusos y desprestigio. Los samurai comenzaron a ser vistos como explotadores de la población civil, a la cual le fijaban sus propias reglas. Las prerrogativas de las que gozaban les permitían incluso el derecho a probar el filo de su espada con personas vivas.

Tal tradición histórica ve en los ninja al propio pueblo japonés levantado en armas contra sus opresores. Así, muchos campesinos se dedicaban a la práctica clandestina del ninjutsu para hacer frente a los abusos de los samurai. Como no podían portar armas, en su lugar utilizaban herramientas agrícolas, las cuales aprendían a utilizar para luego desarrollar una poderosa técnica.

El actor japonés Sonny Chiba interpretando una vez más a Hattori Hanzo

Sin embargo, también existen relatos sobre ninjas que fueron a la vez importantes samurai. "Cualquier ninja puede ser un samurai, pero ningún samurai puede ser un ninja", proclaman quienes afirman este hecho. Uno de los más importantes ninja-samurai que existieron en el Japón antiguo fue Hattori Hanzo, quien es también una figura legendaria de la historia nipona. Su nombre es familiar para muchas personas, pues ha sido utilizado innumerables veces por el cine y los comics en historias fantásticas, pero también en otras de gran apego documental. Su más reciente y famosa mención fue en la película Kill Bill, donde es interpretado por la estrella de cine japonés Sonny Chiba.

 

 

 
           
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Eduardo Orellana A. 2005
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