"Sácate
la ropa... o no podís pasar"
Aquí,
el testimonio de una estudiante de nuestra escuela, quien, junto
a otros cuatro mil compatriotas, posó desnuda para Spencer
Tunick.
El
despertador a las seis en punto. Suena, suena y vuelve a sonar.
Aunque parezca contradictorio lo que me embarga, más que
una sensación de libre albedrío, es un sentimiento
de deber. Esta vez las combinaciones no importan. El frío
no es el de siempre, es uno que excepcionalmente parece ser más
considerado en esta ocasión.
Camino
apurada, por ningún motivo se puede llegar tarde. Entro por
una calle estrecha, más estrecha de tanto auto. Camino con
todos mis nervios y mi responsabilidad; salimos de la calle con
todas nuestras ansias y alegrías. Frente a nosotros, están
los ellos, los que no quieren que miremos por nuestros ojos
diversos, que quieren que le pongamos uniforme a la mirada... y
no cualquier uniforme, ¡no!, el de ellos... y todos
de la misma talla. Entre palpamientos, biblias y ¡Dios les
ama!, avanzamos comprimidos por el túnel de los ellos
con los ojos en blanco, que preocupados gritan en nuestros oídos
medios las atroces consecuencias.
Por
fin llegamos al principio. Somos muchos más de los que podríamos
haber imaginado y eso hace que la piel se nos ponga de gallina y
que la espera de casi una hora pase desapercibida, más aún
con los intermedios de piluchos individuales que por lo demás
se esmeran en dar un buen show y lo consiguen.
Ahora
caminamos, ni sabemos por qué, pero caminamos... ¡vimos
la masa, la famosa masa!. Pero hay una línea de contención
y es verde, son los señores carabineros los que con cara
mezcla de incomodidad, autoridad y deseo, nos exigen sacarnos la
ropa para poder seguir... y bueno, hay que sacarse la ropa ahí,
a veinticinco centímetros del señor de verde y a ninguno
del que me sigue detrás.
Las
ropas quedan en ningún lugar seguro y, primero tímidos
y luego efusivos, dejamos los pantalones, calzones y calzoncillos,
vergüenzas, reparos, chalecos, y aprensiones. Todos corremos,
y los pechos ya no cuelgan ahora se bambolean; los vientres ya no
se pliegan, ahora ondulan; los pelos y flecos, todo se mueve al
mismo tiempo. Un poco más allá hay alguien conocido
se saluda, los viejos amigos que no se veían hace mucho se
abrazan efusivamente y todos intercambiamos palabras, risas, gritos,
ideas y también quimeras.
Hay
que ir a la costanera, y para no perder el calor que hemos conseguido
apretándonos todos contra todos nos vamos bailando un ¡el
que no salta es Pinochet!. Estamos contentos, basta vernos las caras,
los cuerpos; basta ver a la señora de más de setenta
años que está sobre la estatua, o el señor
que tranquilamente camina con las manos atrás, que prefirió
no arriesgarse y trae puesto su banano; o todos los astutos que
como no se sacaron los calcetines pueden brincar y hacer piruetas
más cómodamente.
Otro
¡viva Chile! y seguro que el fotógrafo tira la cámara
al suelo... ¿qué les pasa? ha de preguntarse,
¡por qué no se callan! ¡por qué gritan!
¡por qué no hacen caso! Y es que no sabemos como
decir que queremos quedarnos sin ropa, que no queremos que termine
de sacarnos las fotos... ¿qué fotos?.
¡¡¡Estamos
aquí, acostados en la costanera en pelotas!!!
Pudimos
hacer eso que todos habíamos querido hace alguna vez en la
vida. Nos descubrimos y descubrimos nuestros cuerpos, esos cuerpos
todos distintos y por lo mismo tan nuestros y mostrables. Nos expusimos
tal cual somos y orgullosos.
Como
dice la canción "comer muchos calafates para volver
algún día..." a pasear realmente libres por las
calles. Ojalá por la Alameda y ojalá muchísimos
más.
Nadia
Soto
Foto: Lun.com |
Lunes
01 de julio de 2002
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