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Un centro comercial ambulante

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Un centro comercial ambulante

En el diario recorrido por la ciudad de Santiago muchos elementos en común saltan a la vista, en una cuidad ennegrecida y marcada por acelerados transeúntes, surgen personajes que han pasado a ser obviados por la cotidianeidad de su presencia. Son seres que pululan de esquina a esquina, de micro en micro en busca de ese anhelado cliente que le permita llevar “el sustento a su hogar”.

Son los vendedores ambulantes, que han pasado a ser un clásico en la ciudad, dedicados a ofrecer una gran gama de productos a bajo costo, en una lucha diaria contra la legalidad.


Por Natalia Caro y Daniela Fernández


Las veredas capitalinas lentamente se han trasformado en pequeños centros comerciales, donde es posible encontrar gran variedad de productos, pasando por joyas, libros, discos, lentes y lencería mezclada con calugas, gomitas, alfajores, helados y bebidas, para saciar la sed y el consumismo popular. Todos estos productos se encuentran regidos por la ley no oficial del comercio ambulante, que consiste en ofrecer los precios más bajos del mercado.

El modus operandis para llegar a la clientela es la tradicional oferta a viva voz, donde los diferentes matices y acentuaciones son requisito básico para llamar la atención del público, y donde el famosísimo “ a gamba y a cien”o “a luca y a mil” se convierten en una exitosa campaña publicitaria.

Como en toda familia empresarial, existen diferentes rubros: por un lado los llamados manilleros: vendedores de la locomoción colectiva, quienes ofrecen helados, confites, etcétera. Por otro lado, encontramos a los manteleros: quienes entregan sus diversos productos en plena vía pública, apoyados en un mantel, que permite mayor movilidad a la hora de escapar de los temidos carabineros.

Todos hemos sido testigos y clientes de los vendedores ambulantes, hemos caído en la tentación de un crema mora, chocolito, cremino, o piña doble, tan apetecidos en los calurosos días de verano, o bien hemos sido presa fácil de esos calcetines de tercera calidad, pero igual de abrigadores. La pregunta que surge entonces es qué se esconde tras estos anónimos personajes que nos embrujan, encantan, atrapan e incitan nuestro consumismo y que resultan insoslayables en nuestro diario transitar.

“Cubanitos” en Avenida Vicuña Mackena

Manuel López es un manillero. Llegó al comercio ambulante por un amigo, después de ser cesante a la fuerza trató de obtener trabajo por diferentes medios. Los pololitos escaseaban y la plata no alcanzaba, así que de un día para otro trasformó al comercio ambulante en su trabajo. Han trascurrido dos años desde aquella decisión y hasta ahora no se queja, son varias horas diarias de labor, pero nadie lo manda. Por otro lado, la familia ha sido dejada de lado, pero “las lucas ya no faltan”, afirma Manuel a CTN.

“ El trabajo es sacrificado y pa’ colmo lo miran mal a uno, existe desconfianza de la gente, yo creo que por las mismas cosas que muestra la tele, nos encierran a todos en un saco, creen que todos los que vendemos en la calle somos ladrones... Bueno, no se puede negar que de que los, los hay. Pero si lo piensa, nosotros nos subimos a vender en un paradero y nos bajamos al otro, no hay tiempo pa’ robar”. Cierto: una de las desventajas del comercio ambulante es que crea una suspicacia de parte de los clientes y de los mismos choferes de la locomoción colectiva.

La rutina para Manuel es casi mecánica. A primera hora compra sus productos que distribuirá a lo largo de su jornada laboral, que presentará sus modificaciones según el mismo lo determine. “Hay días malos que ni siquiera vale la pena trabajar”. Sin embargo para él lo fundamental es el “empeño” que invierta en su oficio, ello le llevará a un día con pocas o grandes ganancias. Su línea de trabajo es siempre la misma: chocolates, gomitas, helados. “ Yo me muevo entre puras micros, pocas veces hago esquinas, porque... ¡ah! eso es importante, no meterse donde hay mucha gente trabajando, en las esquinas generalmente hay gente ‘aperná’... y en las micros tampoco es llegar y subirse... si no que existen cierto cuidado de no meterse en donde ya está ocupao, y obvio de no subirse donde ande un compañero”. Lo anterior refleja las normas de los vendedores ambulantes, los territorios deben respetarse, ya que cualquier conflicto puede ser el catalizador de una riña y posterior detención, algo que, por supuesto, es evitado por los más veteranos.

La remuneración no es mezquina para este trabajador, si se considera, como él mismo lo señala, que es “independiente”, sus ingresos fluctúan entre los ocho mil y diez mil pesos diarios, siempre dependiendo de su “empeño” y del “bolsillo” de la clientela.

Para Manuel el riesgo es diario y ni hablar de previsión, pero en un mundo donde el trabajo es oscilante, no quiere volver a sus largas jornadas de ocio improductivo que no llevan el alimento diario a su hogar. Es así como los cubanitos de Vicuña Mackena se venden como pan caliente.

A medida que pasa el tiempo, todo evoluciona, incluso los manilleros, dando paso a señores de terno y corbata, enviados de “prestigiosas” importadoras y “exclusivos” laboratorios, quienes con maletín en mano ofrecen desde artículos de oficina, billeteras, guías de cocina, hasta blanqueadores dentales, medicamentos y el famoso óxido de cinc. Todo por un módico precio que se lee como una gran oportunidad para comprar.

“Con las botas puestas”

Maria Elena, pese a la reticencia general de los manteleros, accede cordialmente a entregar su versión del oficio a CTN. Ella, a diferencia de otros, no teme que el testimonio sea utilizado en su contra y con una sonrisa amplia, relata con orgullo sus cuatro años de trabajo ambulante. “ Llegué por mi esposo. En esos años él estaba trabajando bien, estaba en una tienda buena en el centro. Entonces nos habíamos comprado un auto, y resulta que cuando a él lo despidieron no alcanzó a pagar en una financiera. Entonces, en vista de que él no encontraba pega, yo le dije: ¿qué vamos a hacer po’ Claudio? Ahí vi que había comercio y como siempre he sido buena vendedora...Me gusta el comercio, me gusta el trato con la gente y como el trabajo dignifica al hombre, yo me lancé a la calle a vender mis joyas y cositas delicadas”

Para María Elena el “pirateo” no es su mundo, a ella le gustan las cosas “legales”, sentencia. A diferencia de otros, ella tiene su jornada laboral bien definida. Inicia el día a las nueve y acaba a las dos de la tarde, “nada de excesos”. Si bien su marido recuperó el empleo, ella sigue trabajando, las cuentas en su casa se comparten “él paga las deudas y yo la alimentación”.

Esta mujer, a diferencia del resto, reconoce su conformidad en torno al trabajo realizado por carabineros. “Nos corretean, me he ido detenida muchas veces, pero yo pago todos mis partes (de 8.500 pesos). Yo entiendo a los carabineros, porque ellos tienen que estar aquí. Si no estuvieran, también la cosa se chacrearía, habrían muchos ladrones, más comerciantes…Esto mantiene el equilibrio porque si dieran permiso, esto parecería persa, una feria. Siempre me han tratado bien, no me puedo quejar. Me llevan detenida y yo les digo: ‘usted sabe que mañana yo voy a estar igual acá’ ‘Bueno, señora’, me dicen”.

Esta mujer de 45 años, manifiesta no tenerle miedo a la vida, ni al no tener que comer el día de mañana. Su tesón y sus ganas le dan fuerza para seguir trabajando. “Yo voy a morir con las botas puestas vendiendo algo”.

Y así se resumen sus historias. Suben y bajan de las micros, entusiasmando con sus productos o haciendo dudar de la veracidad de estos. Corren, cruzan calles esquivando autos y dan la pelea hasta el final. Y es que, ¡con tal de sobrevivir cualquier trabajo es bueno!

Este tipo de oficio se ha convertido en una alternativa viable para muchas de las personas cesantes. Sin embargo no está exento de críticas, ya que representa una competencia desleal para el comercio establecido. El consumidor debe elegir si seguir ayudando desde el anonimato a esta práctica o evitarla para traer la erradicación total que anhelan las autoridades. Después de todo, el cliente siempre tiene la razón.


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