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Barrio vivo a pesar de...

San Diego, Tarapacá, Alonso de Ovalle. “Barrio de los libros”, dijo Sepúlveda, “barrio de mierda”, pensó el vendedor de candados sin dinero para comprar lo que en Chile es considerado, por ley, un artículo de lujo. Lujoso, leproso, caluroso. Antes franciscano, hoy santiaguino (que no es lo mismo). En definitiva, un libro abierto.

Por Francisco Figueroa Cerda
2º año, Taller de crónica y entrevistas.


Los edificios de la calle San Diego, con sus fachadas derruidas y descascaradas, recuerdan a esas ciudades balcánicas bombardeadas durante la guerra. Evocan en la memoria imágenes, en algún momento vistas, de ciudad castigada, de ciudad sufriente y abandonada. Las razones de tal decadencia no son precisamente bélicas, sino que más bien, lindan con otro tipo de violencia: el negligente descuido de autoridades y ciudadanos. Lo paradójico, y al mismo tiempo esperanzador al mirar esos frontis agonizantes, es lo notorio de la energía humana incontrarrestable que corre por la ciudad. Superior a cualquier carencia estructural, al vertiginoso ritmo del modernismo, al ruido insoportable de la micro destartalada o a ese aire que no huele precisamente como tal.

Las paredes leprosas se intercalan con misteriosos locales oscuros que no entregan ninguna información al transeúnte salvo por la música pachanguera que murmuran desde su interior. Basta posar la oreja en la típica ventana polarizada y leer el papel que bajo neón morado dice: Se necesita jovencita simpática y de buena presencia. Buen sueldo. No se requieren más datos para cerciorarse de que se está frente a un club nocturno, de esos que nunca estuvieron previstos allá en el siglo XVII, cuando los franciscanos dominaban el barrio desde La Cañada, actual Alameda, hasta lo que hoy es el Parque Almagro, otrora entrada sur a la capital. Son parte del salpicado de mundillos que conviven en el barrio, aportándole a éste otro ritmo, otro rostro. Como el de la bailarina que, parada frente al Centauro, mastica chicle con las manos escondidas en su chaqueta de jeans mientras flirtea con la fauna masculina de la vereda de enfrente. Una especie de cachondeo nostálgico. Es la dicotomía propia de Santiago, su división entre la cáscara descuidada y el espíritu calentón.

Al cruzar distraídamente la calle Tarapacá, contemplando los árboles que emergen de la superficie bañada en cemento, no se puede sino sentir admiración por aquellas especies vegetales. Apóstatas en una ciudad gris y soberbia que cree poder sobrevivir a los tiempos con tan sólo edificar templos del consumo. Heroísmo ostentan también quienes van por las calles cuando ir por las calles un día de marzo a las dos de la tarde significa más un derretimiento que otra cosa. Para guarecerse del sol mientras llevan sus pasos al conjunto de librerías que se amontonan sobre el paso a nivel San Diego-Bandera, los héroes caminan pegados al gimnasio del Instituto Nacional, avanzando en perfecta fila india para refugiarse bajo la escuálida sombra proyectada por la cornisa del edificio.

Ya en la galería o “Paseo Tradicional del Libro”, que lleva el nombre del ilustre desconocido Manuel Tobar Pérez, el salpicado previamente observado se multiplica en una incuantificable variedad de ocupaciones, bellezas y humores. El gentío se da cita en un espacio angosto y de techo bajo, como si en Santiago no hubiesen más espacios o como si se tratara de Hong-Kong, Shangai o cualquier metrópolis superpoblada. Aún así, la mayoría de las personas que colman el reducido espacio están sólo de paso. Las velocidades de la ciudad se sobreponen. Quizás lo único que logra aplacar, en parte, el flujo vertiginoso son las toneladas de libros y revistas desperdigadas que por cada rincón entorpecen el paso. Y esa es la idea, atraer las miradas hacia puzzles, revistas y libros, y hacer del paseo algo más que un tránsito entre la casa y la oficina.

Al regresar hacia el sur por San Diego, todavía quedan librerías sin visitar. Frente al comienzo de la calle Alonso de Ovalle, aparece una galería color enfermo o amarillo pálido. Dos pisos, tiendas de trofeos y medallas, compra-ventas de libros y un insistente vendedor de candados con clave que maldice a la gente y al barrio si la respuesta a su oferta es negativa. Local número 27: una pequeña tienda atiborrada de libros de todo tipo que cubren sus paredes como enredaderas. Detrás de una mesa cubierta de más libros, se asoma un hombre de unos sesenta años, bajo, corpulento y canoso, de expresión seria y una curiosa concavidad entre los ojos, donde comienza la nariz. Se presenta como José Sepúlveda Hernández y dice ser presidente de la Asociación de Libreros.

Leer mata

Sepúlveda es un librero ávido por conversar. Basta su presentación para que se abra, irreversiblemente, la compuerta a un detallado resumen de su vida: más viejo que la galería misma, fue el primero en instalarse en ella. Comenzó en el rubro cuando de niño intercambiaba los libros de su padre por otros que consideraba más interesantes. Sepúlveda es un convencido de que en Chile el déficit de lectura es un mito, una teoría que asegura poder desmentir si se pusiera a contar a todas las personas que entran en su compra-venta diariamente. Declara un amor profundo y obseso por los libros, “fuente de información que nunca será destronada por el Internet”, dice. En ese ambiente y con un hombre que ha pasado tantos años acompañado por libros, es imposible no sentir ganas de escuchar algunas de sus historias.

“¿Locos? Claro que sí. Yo conozco muchas personas que han perdido la cabeza por leer demasiado. Leer es peligroso cuando no se hace nada más. Hace poco, un joven que siempre venía por aquí enloqueció leyendo libros esotéricos que me compraba. No sé que es de él. Ya no lo veo. La última vez que lo vi estaba chalado. Puede que esté muerto, o tal vez en el manicomio”, relata Sepúlveda, al tiempo que dice estar leyendo un libro sobre el problema de las drogas, del cual ha sacado como conclusión que para Occidente es urgente aprender de los terribles escarmientos que aplican a los drogadictos en los países islámicos. De lo contrario, la civilización occidental colapsará. “Allá si te pillan con falopa, te fusilan”, asegura, apoyado sobre una lámina de Juan Pablo II.

Al dejar atrás el rincón de Sepúlveda y su singular forma de ver la vida, todavía quedan ganas de caminar. Los varios boliches y picadas que se propagan desde la calle Santa Isabel hasta Alonso de Ovalle son paraísos de la papa frita, el pernil y las parrilladas. Para estómagos exigentes están Los Braseros de Lucifer, El Masticón 3, Las Tejas o el mítico, y alguna vez clandestino, Los Canallas. Al otro lado de la Alameda el recién inaugurado Centro Cultural La Moneda se erige como uno de los símbolos máximos de la parafernalia cultural promovida por el ex Presidente de la República, Ricardo Lagos Escobar. Pero eso es para otra ocasión.

La alternativa que aún deja abierta el barrio de San Diego es el eterno Cine Normandie, que después de 24 años como sala de cine arte ha logrado subsistir contra todo tipo de dificultades. Ante la disminución de interesados por este tipo de cine, el Normandie ha debido permear su cartelera a películas más comerciales para poder subsistir. A pesar del progresivo sometimiento a las leyes del mercado, todavía mantienen una distinción. Se niegan a emprender la retirada. Admirable, como todo en este barrio que porfía.

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