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Cleta metropolitana

Por Andrea Peña Aguirre.


El mismo día que compré mi bicicleta atropellaron a la amiga que me convenció de lo conveniente de la adquisición. Nada grave, pero parecía que hasta ahí iban a llegar las ilusiones de piernas fuertes y las autopromesas de hacer ejercicio. El entusiasmo con la maquinita de la tele para los abdominales por lo menos me había durado unas semanas y las clases de pilates todo un mes, pero todo parecía indicar que la bicicleta se anotaría el récord del entusiasmo deportivo más corto de mi vida: las tres cuadras que alcancé a andar antes de que mi amiga y su vehículo a-motorizado cayeran frente a mí, como en cámara lenta, por el certero empujón de una camioneta que salía de un estacionamiento luego de comprobar, por todos sus espejos, que no venía ningún otro auto.

Y ese fue el asunto que me quedó marcado un tiempo superior a los moretones de mi amiga: nadie considera a las bicicletas como vehículos, pero tampoco nadie se atrevería a calificarlas de peatones. Eso ubica a los ciclistas en un extraño limbo vehicular donde finalmente no son nada y donde absolutamente nadie los respeta. Santiago, a diferencia de otras capitales del mundo, no está acondicionado para gente en cleta: no hay ciclovías ni lugares seguros para guardarlas, ni siquiera en sectores con sobre población de estudiantes poco solventes a los que les parecería más que interesante la opción, por ejemplo, de ahorrarse un cambio de micro al dejar sus bicicletas resguardadas en las estaciones de metro.

Pasadas las semanas y los moretones, y más por causa del dinero invertido que por interés real, me obligué a cargar mi mamotreto y descender los cuatro pisos de escalera que separan mi hogar estudiantil de la superficie del planeta y pedaleé algunas cuadras. Luego de un complejo pero efectivo proceso de adaptación al duro sillín y una concienzuda evaluación de los 21 cambios de velocidad que quedaron fijos en el más liviano, mi bicicleta y yo comenzamos a entendernos. Las cuadras fueron más del doble de las planeadas originalmente y la vuelta a casa fue un agradable paseo. Dejé pasar unos días antes de repetir la aventura debido a los naturales resentimientos musculares que genera dárselas de atleta cuando no se poseen abdominales poderosos ni nalgas de acero, pero los descubrimientos del periplo me quedaron dando vueltas.

El primero fue la posibilidad de moverme por Santiago de día, y sobre todo de noche, definiendo mis propios tiempos, sin depender de la locomoción colectiva, sin pagar taxi ni abusar de los amigos con auto. Evidentemente, si tuviese un autito contaría con las mismas ventajas, pero la dodge (léase doch y entiéndase dos- ruedas-) tiene el privilegio de su incalificación, es decir, la conveniente superioridad de no ser vehículo ni peatón le permite ser los dos al mismo tiempo, andar por la calle o la vereda, siempre con cuidado, según las condiciones de tránsito lo ameriten. Es evidente que esto no garantiza, de manera alguna, la seguridad del inocente ciclista, pero dada la increíble escasez de ciclovías y que la creación de estas no es una prioridad del plan "TransSantiago", toda opción de variedad se agradece.

Pero el segundo y más importante descubrimiento fue lo distinta que es la ciudad en la noche. Con el aire fresco y el silencio se descubren colores, calles y olores que jamás habría notado en el movimiento del día. La posibilidad de cambiar el recorrido a elección, las vías despejadas (las transitables y las respiratorias), la semi penumbra en sepia de los focos y el guiño cómplice de algún otro ciclista nocturno que se cruza en una esquina le dan al paseo un encanto difícil de igualar... y no es más peligroso que andar en micro a esa hora.

Haga la prueba, desempolve la cleta que tiene perdida en el patio y salga a rodar por la ciudad una de estas noches. Le recomiendo las de verano con luna, en días de semana para evitar choferes imprudentes y, si es romántico(a), alguna madrugada de lluvia primaveral, pero hágalo, respire profundo y abra bien los ojos. No se va a arrepentir... mi bicicleta y yo se lo garantizamos.

OPINIÓN

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Cleta metropolitana

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