El mismo día que compré mi bicicleta atropellaron
a la amiga que me convenció de lo conveniente de la adquisición.
Nada grave, pero parecía que hasta ahí iban a llegar
las ilusiones de piernas fuertes y las autopromesas de hacer ejercicio.
El entusiasmo con la maquinita de la tele para los abdominales
por lo menos me había durado unas semanas y las clases
de pilates todo un mes, pero todo parecía indicar que la
bicicleta se anotaría el récord del entusiasmo deportivo
más corto de mi vida: las tres cuadras que alcancé
a andar antes de que mi amiga y su vehículo a-motorizado
cayeran frente a mí, como en cámara lenta, por el
certero empujón de una camioneta que salía de un
estacionamiento luego de comprobar, por todos sus espejos, que
no venía ningún otro auto.
Y ese fue el asunto que me quedó marcado un tiempo superior
a los moretones de mi amiga: nadie considera a las bicicletas
como vehículos, pero tampoco nadie se atrevería
a calificarlas de peatones. Eso ubica a los ciclistas en un extraño
limbo vehicular donde finalmente no son nada y donde absolutamente
nadie los respeta. Santiago, a diferencia de otras capitales del
mundo, no está acondicionado para gente en cleta: no hay
ciclovías ni lugares seguros para guardarlas, ni siquiera
en sectores con sobre población de estudiantes poco solventes
a los que les parecería más que interesante la opción,
por ejemplo, de ahorrarse un cambio de micro al dejar sus bicicletas
resguardadas en las estaciones de metro.
Pasadas las semanas y los moretones, y más por causa del
dinero invertido que por interés real, me obligué
a cargar mi mamotreto y descender los cuatro pisos de escalera
que separan mi hogar estudiantil de la superficie del planeta
y pedaleé algunas cuadras. Luego de un complejo pero efectivo
proceso de adaptación al duro sillín y una concienzuda
evaluación de los 21 cambios de velocidad que quedaron
fijos en el más liviano, mi bicicleta y yo comenzamos a
entendernos. Las cuadras fueron más del doble de las planeadas
originalmente y la vuelta a casa fue un agradable paseo. Dejé
pasar unos días antes de repetir la aventura debido a los
naturales resentimientos musculares que genera dárselas
de atleta cuando no se poseen abdominales poderosos ni nalgas
de acero, pero los descubrimientos del periplo me quedaron dando
vueltas.
El primero fue la posibilidad de moverme por Santiago de día,
y sobre todo de noche, definiendo mis propios tiempos, sin depender
de la locomoción colectiva, sin pagar taxi ni abusar de
los amigos con auto. Evidentemente, si tuviese un autito contaría
con las mismas ventajas, pero la dodge (léase doch y entiéndase
dos- ruedas-) tiene el privilegio de su incalificación,
es decir, la conveniente superioridad de no ser vehículo
ni peatón le permite ser los dos al mismo tiempo, andar
por la calle o la vereda, siempre con cuidado, según las
condiciones de tránsito lo ameriten. Es evidente que esto
no garantiza, de manera alguna, la seguridad del inocente ciclista,
pero dada la increíble escasez de ciclovías y que
la creación de estas no es una prioridad del plan "TransSantiago",
toda opción de variedad se agradece.
Pero el segundo y más importante descubrimiento fue lo
distinta que es la ciudad en la noche. Con el aire fresco y el
silencio se descubren colores, calles y olores que jamás
habría notado en el movimiento del día. La posibilidad
de cambiar el recorrido a elección, las vías despejadas
(las transitables y las respiratorias), la semi penumbra en sepia
de los focos y el guiño cómplice de algún
otro ciclista nocturno que se cruza en una esquina le dan al paseo
un encanto difícil de igualar... y no es más peligroso
que andar en micro a esa hora.
Haga la prueba, desempolve la cleta que tiene perdida en el patio
y salga a rodar por la ciudad una de estas noches. Le recomiendo
las de verano con luna, en días de semana para evitar choferes
imprudentes y, si es romántico(a), alguna madrugada de
lluvia primaveral, pero hágalo, respire profundo y abra
bien los ojos. No se va a arrepentir... mi bicicleta y yo se lo
garantizamos.